martes, 17 de marzo de 2009

2- POSMODERNIDAD Y MOVIMIENTOS SOCIALES

Como hemos visto en el apartado anterior, el momento en el que vivimos se define como un paradigma que se contrapone al anterior, la modernidad. Algunos autores lo valoran como una evolución que no transforma radicalmente la realidad, y lo denominan modernidad tardía, como es el caso de Ulrich Beck, o radicalizacion de la modernidad de Anthony Giddens. Sin embargo, los cambios que se evidencian están creando unas condiciones de desarrollo del sujeto, de constitución del individuo, claramente diferentes.

Durante la modernidad (modernidad solida de Baumann) parecía mucho mas claro quién ejercía el poder, quién administraba la vida política de los ciudadanos – poseedores de derechos y deudores de deberes en base a su participación en el esquema productivo y político. (Marshall, 1998). Hoy no resulta tan claro el papel de los Estados-Nación, en una situación en que la denominada globalización erosiona y debilita su papel real frente a las identidades culturales locales y ante la creciente mundialización de la economía y la concentración del capital en las manos de las transnacionales (De Sousa, 2005).

Otros, sin embargo, creen que la era de la globalización no significa el fin del Estado-Nación ni mucho menos, sino que éste continúa ejerciendo funciones útiles de regulación económica y de control del orden público, como es el caso de Inmanuel Wallerstein (Wallerstein, 2003). Sin embargo, lo que es claro es que los Estados-Nación están perdiendo su autoridad soberana ante un dispositivo global supranacional, lo que Michael Hardt y Toni Negri denominaran “Imperio”, (Negri, Hardt, 2000), que normaliza culturalmente y económicamente a través de organismos transnacionales (Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio, Fondo Monetario Internacional). Igualmente lo hace a través de la imposición de rutinas culturales (Ritzer, 2002) y de la producción de hegemonía, ya no tanto a través del papel de los intelectuales, importantes en la formación de la hegemonía en Gramsci, sino más bien al papel omnímodo de los medios de comunicación (Baumann, 2004).

En segundo lugar, asistimos a la pérdida del papel central del trabajo en la vida de los individuos. Una de las características esenciales de la Modernidad es la idea de Progreso, mitificada hasta el extremo, y vinculada íntimamente con otro concepto esencial, la Producción. El productor, es decir, el obrero, tenía un papel clave en el desarrollo de la sociedad moderna, en la consecución del Progreso, participando como uno de los motores junto con el Capital de todo desarrollo.

Los obreros pasaron de ser vendedores interesados de fuerza de trabajo a ser absorbidos por la concepción hegemónica capitalista en la que todos integraban el sistema para conseguir transformar la sociedad juntos (Baumann, 2005), El obrero pasó a ser un peón reproductor del sistema capitalista asumiendo su trabajo como parte esencial de su vida cotidiana, como deber más que como medio de subsistencia, y basando su biografía, su propio relato personal, en un argumento cuyo núcleo era el empleo (Sennet, 2000).

En el mundo postmoderno el trabajo ya no es ese hilo de Ariadna que ayuda a caminar hacia el futuro, sino uno de los riesgos comunes que plagan la sociedad del riesgo (Beck, 2002). Ahora el trabajo es flexible y frágil, no ofrece ningún tipo de seguridad, y no vincula con la sociedad de ningún modo, puesto que lo que justifica el derecho a la existencia y a la integración social, es el consumo (Bockock,1995) (Alonso,2006). Hoy se trabaja para consumir, el consumo es el filtro a través del cual se incluye en el sistema, en el grupo de los aceptados. El consumo te normaliza, es a la vez inicio del la producción social y fin de ella. El consumo justifica la vida, crea formas de competencia y de autorepresentación. A su vez supone una señal de identidad que sostiene la construcción de una subjetividad que obliga, como si los individuos fueran los nuevos Atlas, a llevar sobre sus propios hombros toda la responsabilidad de una sociedad que no ofrece ningun tipo de compromiso ni garantía, ni a traves de las instituciones publicas, ni de vínculos sólidos asociativos (Putnam, 2002).

En este ámbito podemos hablar de la publicidad como herramienta de persuasión del sistema capitalista, para imponer deseos, para obligar a aceptar una oferta que es el origen de una demanda artificial, en pos del mantenimiento del progreso infinito, del crecimiento constante. La publicidad como arma de imposición de hegemonía del consumismo crea necesidades,

“Los lujos se convierten en necesidades que el individuo, hombre y mujer, debe adquirir so pena de perder su status en el mercado competitivo, en el trabajo o en el ocio” (citado en Ramonet, “El pulpo publicitario: La fabrica de los deseos”, en Le Monde Diplomatique versión española, www.sector3.net/portal1/art_ramonet2.asp)

Es lo que Ignacio Ramonet llama “el pulpo publicitario”, que no sólo crea esa necesidad artificial desde la nada, sino que además es a su vez tecnología de poder que controla y disciplina, que conduce al individuo a “perpetuar una existencia dedicada enteramente a obligaciones alienantes, deshumanizadas, a la obligación de obtener un empleo que reproduce el servilismo y el sistema de servilismo” (Marcuse, en, Ramonet, Ibidem).

Por último, y a la hora de estudiar los nuevos movimientos sociales que se enfrentan en condiciones nuevas al poder, debemos tener en cuenta cómo puede ejercerse el contrapoder, la resistencia, en la postmodernidad. El poder está totalmente desterritorializado (Guattari, 2004 , Virno,2002:), diluido gracias a la constitución de la soberanía global que hegemoniza cultural, económica y políticamente utilizando a los Estados-Nación como policías locales, como mediadores entre lo imperial y lo individual. En estas circunstancias asistimos a movimientos desligados que surgen cuando existe una necesidad concreta de lucha, incapaces de coaligarse en vistas de una transformación más amplia de la sociedad, con falta de cohesión y políticas comunes, demasiado territorializados en un mundo en el que la lucha es global (De Sousa, 2005).

Los sindicatos, arma unitaria del movimiento obrero en la modernidad, ahora son meros instrumentos de los Estados y de la economía global, dedicados principalmente mas dedicados a controlar la fuerza de los trabajadores que a reivindicar y luchar ante la pérdida de los derechos conquistados en el pasado, hoy derrochados en un constante desangramiento en una sociedad de individuos aislados pero culturalmente homogéneos, una sociedad individualizada (Beck, 2002).

A partir de Foucault, la resistencia no es solamente parte misma del ejercicio del poder, sino que es anterior a éste. En este sentido Negri señala “la primacía de la resistencia” (Negri y Hard, 2004: 91). Así, los movimientos sociales siguen surgiendo en cada punto de la “cartografía del deseo” (Guattari, 2006), de esa fuerza interna del hombre que le hace luchar por lo que cree o necesita, lo que denomina Holloway “el grito” (Holloway, 2002): , o lo que Guattari llamará “Revoluciones moleculares” (Guattari, Ibidem), es decir, revoluciones dispersas, resistencias discontinuas que, como espejo del poder, se desarrollan como reflejo de aquel.

Hoy uno de los movimientos sociales más populares es el movimiento antiglobalización (junto al feminista, homosexual o ecologista) que, a pesar de su constitución dispersa y molecular, es capaz de unificar su actuación en momentos concretos. Es un movimiento de redes interconectadas que tiene un objetivo común, aunque no cotidiano. Esta es una de las formas de expresión de estos movimientos sociales en la posmodernidad, aunque existe otra manera que cada vez es más habitual y que, aunque no trasciende globalmente, sí que deja notar su actuación en la cotidianeidad.

Estas formas de expresión de la resistencia tienen relación con la definición de Resistencia de Foucault, como manera cotidiana de participar en las relaciones de fuerza del poder, o, en palabras de Maria Inés García Canal, de “el arte de existir”.(García Canal, 2001). Para Foucault, y ya que el poder a la vez que nos constituye nos da la posibilidad, nos deja el hueco, de resistirnos y producir a su vez poder, la resistencia hace que los individuos subjetivos participen en la guerra cotidiana, la guerra de los micropoderes, de las relaciones constante de enfrentamiento y producción de realidad, del constante flujo de resistencia y poder.

Los movimientos sociales ante el poder global desterritorializado tienen como objeto de actuación mas accesible el territorio sin soberanía, los Estados-Nación, los problemas y conflictos cotidianos. Esta incapacidad de sistematizar la lucha enfocándola hacia el lugar indeterminado donde se ubica la soberanía hace que exista cierta desmoralizacion ante la capacidad real de contrapoder y resistencia que tienen estos movimientos. Por ello insisten en la necesidad de lograr una organización mas coherente para enfrentarse al Imperio global, a las multinacionales, y al sistema capitalista, sea cual sea la forma de denominación de ese poder invisible (De Sousa, 2005). Sin embargo, otros autores creen que es posible que el cambio en la forma de actuación de estos movimientos se esté dando desde dentro, en su ejercicio cotidiano, y que quizás se sobrevalore la actividad publica de estos, sin que se preste atención a sus realidades interiores, a su cotidianeidad en la vida colectiva (Zibechi, 2004).

Nosotros defendemos que sin una perspectiva colectiva no se puede transformar realmente la sociedad y estamos totalmente de acuerdo con Guillermo Renduelles cuando dice que, “Si el primer gran éxito del capitalismo fue la transformación de los hombres en fuerza de trabajo, el segundo ha sido la creación de formas de individualización tan radicales que nos hacen pensar que el capitalismo no existe: como señaló Marx, las estructuras de explotación sólo son perceptibles desde una óptica colectiva” (VV.AA.,2006: 67)

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